miércoles, 3 de julio de 2013

Libros viejos.



No soy geriatra, pero eso poco importa. En una sociedad tan envejecida como esta, todos trataremos a muchos ancianos y seguiremos viendo la soledad y el abandono en ellos. El miedo a la muerte, el aislamiento, ese sentimiento de 'no servir para nada' que expresan muchos. 

-¿Qué le duele, José?
-Doctora... todo. Mire qué piernas, mire qué bracitos, míreme todo arrugado. 

Como libros viejos olvidados en la repisa de alguna librería ya cerrada, libros con tapas gastadas llenas de polvo y de arena. No les hacemos mucho caso porque dice la leyenda popular que exageran y que sólo vienen a contarnos batallitas de la mili y de los bailes, y de la guerra.

Quieren hablar porque ya nadie les escucha. Solos o acompañados de sus familias, al fin y al cabo han dejado de hacer muchas de las cosas que habían marcado su vida y se sienten relegados a un segundo plano, más bien decorativo, donde ya no entienden ni opinan. 

El tiempo se nos escapa a la hora de imaginarnos mentalmente cómo serán las cosas, o como fueron; que hace tres mil billones de años éramos una especie de sopa primordial no nos da todo el vértigo que debería, pero tampoco llegamos a creernos que dentro de unas décadas vayamos a ser viejos.

Los viejos, los que ya no sirven, los que acuden a un servicio de urgencias por insuficiencia cardíaca o por angor. Los que oyen mal y ven poco. Esos señores y señoras viejecitos que se sientan a esperar mirando hacia todos lados y que tanto nos molestan porque 'bah, son viejos' y porque queremos salvar vidas y la suya raya el final de todos modos.

Muchos parecen esculpidos en madera, en piedra, en arcilla, en yeso. Sus arrugas son las vetas de una vida entera. Y para mí tienen un encanto peculiar; porque muchos ancianos son dignos de mirar a fondo, sus manos se han moldeado como si hubiesen calcado cada movimiento en el material del que están hechos. Porque un señor de boina siempre será elegante (la mayoría de los viejecitos vienen muy elegantes al médico) y porque las señoras vestidas de colores o de luto riguroso son dignas de plasmar en un lienzo.




En uno de los despachillos de mi hospital, en el servicio de urgencias, hay un cuadro firmado por un médico; el viejito con EPOC, enfisematoso y cargando con el oxígeno domiciliario, de la mano de una señora oronda en ropa negra y pañoleta, con zapatillas rojas. 
Siempre que entro a validar un informe me roba una sonrisa.

Y los ancianos, generalmente encantadores en consulta y diría yo que los pacientes más agradecidos tanto en urgencias como en mi planta, siguen viéndose como una peste cuando no lo son en realidad.
En un servicio de Medicina Interna una gran mayoría de los enfermos son ancianos y siempre me gusta ir a historiar a alguno, por más que mi adjunto arrugue el ceño si tardo demasiado. Quieren conversar y yo quiero conversar con ellos. Nunca había pensado en la Gerontopsiquiatría pero a lo mejor sería un buen campo.





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