miércoles, 30 de octubre de 2013

La isla de la Psiquiatría.

 
Que no, que ya no es la dopamina, psiquiatroblasto.
Que ahora es el glutamato, la hipoactividad del NMDA, las neuronas 'candelabro'. Que tienes que admitirlo; lidias con masas encefálicas sometidas a influjos todavía difusos. Y estás perdido.
Más perdido que gusano en manzana de plástico.
 
Te subiste a tu Beagle personal, rumbo a las Galápagos de la Psiquiatría, y ahora vas a ir evolucionando... quién sabe si tu metamorfosis culminará en mariposa o en amago larvario. Pero eso sí, empiezas como el macaco más primitivo.
Con tu libro de Psicofarmacología en una mano (¡las maravillas del mundo científico, el intrincado receptor!) y tu manual de Psicopatología en el otro extremo (¡qué filosófico, qué metafísico, cuánto trabalenguas por párrafo!) La balanza perfecta entre ciencias médicas y humanistas que siempre habías soñado. Si no fuera porque no sabes nada, pero nada de nada, todo sería perfecto.
 
En la universidad, la Psiquiatría es una 'María'; por lo general tiene menos créditos que otras troncales, la materia es poco densa porque como de tantos temas no hay conclusiones claras, es probable que tu profesor se limite a dar cuatro conceptos básicos. Sufrirás la Cardiología, la Neumología, los entresijos del Aparato Digestivo, la Hematología... sufrirás cualquier cosa, pero raro será que la Psiquiatría te saque canas. Y no te preocupes porque en el MIR, en las preguntas de Psiquiatría encontrarás cobijo; siempre preguntan lo mismo, siempre casos clínicos donde los síntomas son claros, siempre los mismos tratamientos.
 
'No sé nada del TDAH, ¡metilfenidato a todos!'
 
No hay tiempo a divagar, no hay tiempo para ponerse filosófico, y el peso de la enfermedad mental en tu formación como médico va a ser pequeñito. Encontrarás, incluso, que muchos médicos siguen despreciando todo lo psiquiátrico; los cirujanos se reían en mis prácticas de 6º porque dije que quería ser el psiquiatroblasto que hoy soy. Congratularon a los futuros '-Ólogos'.
 
Y ahora, mientras te explican el papel del núcleo accumbens en el TOC, un paciente grita de fondo. Esta es la planta, tu planta de Psiquiatría; Bienvenido. Aquí a los pacientes hay que acompañarlos a hacerse un scanner para estadiar su tumor; el psicótico de la mano del psiquiatra, agarrándole fuerte porque tiene miedo. Y cuando tiene miedo grita... grita mucho y se golpea contra los muros. El scanner es la nave espacial que le distancia del mundo.
Esta es la planta de los rechazados, los olvidados, los incomprendidos, los peligrosos, los raros, los locos.
 
El embarque hacia esta isla, siempre separada del resto, es tormentoso.
 No puedo decir que no me lo advirtieron.
 
 
 
 
 
 

lunes, 21 de octubre de 2013

Historia de la psicosis (III)

Renacimiento
 
 
El Renacimiento empieza con visiones contrapuestas sobre la etiología de la enfermedad mental: la primera basada en la idea medieval de posesión (tanto diabólica como divina), y la segunda centrada en el contenido médico-científico de la locura.
 
Se publican obras como 'De Praestigius Daemonium' (J.Wéyer) en el que se recomienda tratar a hechiceros y a posesos, si bien se habla de un tratamiento médico inicial, que sólo debe tornarse en sacerdotal si el enfermo no respondiera.
 
Paracelso será el principal oponente del Galenismo, y Platter publica su 'Praxis Médica'.
 
Pero lo más importante del Renacimiento serán las nuevas teorías sobre la enfermedad mental; la Iatroquímica y la Iatromecánica (basadas en las ideas atomistas de autores como Demócrito y Epicuro), la teoría de la 'contractura meníngea' de Baglivi (supuestamente, las meninges se implicarían en la producción de enfermedad mental, intentándose siglos después la inoculación de meningitis a enfermos psiquiátricos para volver las meninges a su 'estado natural'). Se empiezan también a describir enfermedades como la Miastenia Gravis y la Parálisis General Progresiva (producida por el Treponema Pallidum, agente causal de la lepra) y estas enfermedades, que cursaban con alteraciones del comportamiento y llenaban los centros psiquiátricos, pasarán a ser tratadas por neurólogos/infectólogos en los siglos venideros.
Willis explica que la histeria no es una enfermedad uterina (del griego 'hysteros'= útero), sino nerviosa. Este autor realiza también autopsias, adelantándose a la mentalidad anatomo-clínica que reinará en el XIX, intentando localizar las áreas afectadas en los distintos trastornos mentales.
 
En Alemania surge la Escuela Animista de Stahl, que divide al ser humano en cuerpo y ánima (afectada en la enfermedad mental). Se inician toda una serie de teorías psicológicas, y se habla también de una separación de las enfermedades mentales en patéticas (funcionales) y simpáticas (con afectación orgánica.)
 
Surge el atisbo de los tratamientos de choque, reinantes en los próximos siglos, de mano de las teorías 'mecanicistas'. Nos hablan de una incompatibilidad, supuestamente anatomopatológica, entre esquizofrenia y epilepsia, y por lo tanto recomiendan hacer convulsionar al enfermo psicótico para mejorar sus síntomas. La locura, para autores como Mead, es incompatible con otras enfermedades graves. Y por increíble que parezca, perduran aún retazos de estas ideas; hasta hace poco se decía que los esquizofrénicos no padecen cáncer a pesar de ser grandes fumadores (sobra decir que esto es totalmente falso, además de ser puro pseudocientifismo.)
 
Cerrando el s.XVII, Cullen enuncia su teoría de la 'energía o flujo', por la cual la enfermedad mental sería un desequilibrio entre la excitación y el colapso.
 
 

martes, 1 de octubre de 2013

Historia de la psicosis (II)

1. 'Bilis blanca, bilis negra' (S. VII al XI, Época Clásica o Grecorromana:)

Hipócrates y su teoría de los humores va a dominar también la especulación psiquiátrica. Según qué humor predominase, se producirían estas o aquellas patologías. Así, la manía era generada por exceso de bilis amarilla (sustancia caliente y seca), la melancolía iba de la mano del exceso de bilis negra (fría y seca), y la esquizofrenia -a la que Hipócrates llamaba 'desapiencia estúpida'- se generaba por aumento de la pituita (que era húmeda y fría.)

La escuela de Demócrito y Epicuro (escuela Metódica) añadía, sin embargo, una concepción atomista. Somos un conjunto de pequeñísimas partículas en movimiento a través de los canales de la Neumática (escuela de Areteo de Capadocia) o de la teoría Vitalista (Celso), ambas basadas a su vez en gran medida en la concepción humoral.

La terapéutica, como cabe deducir, se encaminaba hacia la eliminación del humor sobrante por medio de hidroterapia, dietas evacuantes y compensadoras.
También se empleaban medidas para invertir la pasión alterada; como el 'salto de Leocadia' (más vulgarmente: baño por sorpresa) y la sugestión mediante 'catarsis verbal persuasiva' (Platón) que derivó en 'catarsis verbal violenta' (Aristóteles). La primera consistía en emplear un discurso 'de contenido bello y armonioso' para conseguir crear una imagen refleja de orden interior y belleza intensa en el alma del enfermo mental, reordenando con esta manera melodiosa de sugestión su 'asimetría psíquica.'
Dada la persistencia de la sintomatología psicótica, Aristóteles comenzó a utilizar discursos que creasen un ambiente de tensión y malestar en el enfermo hasta llevarlo al paroxismo y luego, súbitamente, emplear un discurso y un tono armonioso que devolviese la simetría al mundo interior. Se suponía que el ambiente inicial de tensión emocional creado por el médico facilitaría la expresión de las pasiones e ideas anormales y devolvería el equilibrio.

'Los hombres deberían saber que del cerebro y nada más que del cerebro vienen las alegrías, el placer, la risa, el ocio, las penas, el dolor, el abatimiento y las lamentaciones.' (Hipócrates.)




2. Demonología.
Edad Media:

La Iglesia excluye a la Psiquiatría de la Medicina durante esta etapa, defendiendo que las enfermedades mentales son producidas por brujería y fenómenos de posesión satánica del alma. 'Los locos' eran tratados ahora por inquisidores y exorcistas, infinitamente más expertos que los médicos en materia de Satanás.
Los enfermos eran torturados y quemados en la hoguera de forma masiva, se persigue y sanciona cualquier asomo de mentalidad científica. Los epilépticos son especialmente perseguidos, describiéndose las crisis convulsivas como fenómenos de posesión satánica.

Tomás de Aquino defiende que si el alma no es terrenal, no puede enfermar, y la patología mental há de ser el producto de alguna alteración corporal.

Mientras tanto, sigue patente el galenismo y en la cultura árabe, médicos como Averroes y Avicena, así como en la cultura judía (principalmente de mano de Maimónides) se crean asilos para enfermos mentales, recomendándose la calma, la música y la danza como armas terapéuticas.






Historia de la psicosis (I)

Como una pequeña Hitchcock, señalando la casa del terror de 'Psicosis', así me siento al ir ahondando en la historia de esta patología mental. Un viaje apasionante donde -al igual que en la película- se entremezclan lo increíble, lo misterioso, lo bello, lo trágico. Y una reflexión de fondo, que no es otra que la contextualización de todo lo que ha ido ocurriendo; tratamientos que ahora nos parecen alocados les valieron el premio Nobel a algunos de los médicos -en su día- más prestigiosos. Detrás de todo, o al menos de gran parte de ello, estaban las ganas de mejorar las cosas para los enfermos, echando mano de los conocimientos que teníamos. Y es que aunque la historia de la Psiquiatría esté llena de estigma y de tormentas (al igual que la historia en sí -con sus grandes masacres y desgracias- o la historia, por ejemplo, de la ciencia en general; con su buena dosis pseudocientífica e incluso de crueldad) os adelanto que hacía tiempo que no me reía tanto estudiando un tema. Mismamente esta tarde tuve que salir de una biblioteca pública porque no podía contener la risa tras leer algunas frases históricas de los grandes psiquiatras de épocas pasadas.

Como esta, de Leurent (1797-1851): 'Debéis ser para vuestro enfermo una causa que lo hostigue, un hambre que lo mueva; ¡os tomará tirria pero lo curaréis!'

Y, lo desvelo ya, hay un final feliz para esta historia; hemos aprendido, hemos mejorado, los enfermos psicóticos viven mejor y ven en nosotros una fuente de apoyo. El psiquiatra ya no es una figura de represión y miedo, sino más bien alguien que pase lo que pase va a escucharte y no quiere tratarte como a un loco ni como a un ser peligroso; para él eres simplemente un ser humano que está sufriendo.

Sabemos poco, sabemos poquísimo, pero... sabemos tanto. Los últimos 60 años han sido una explosión de descubrimientos y han cambiado radicalmente la vida de los enfermos.

Pero mirar atrás nunca está de menos.

Empiezan para mí los tiempos de sesiones clínicas, mi servicio dedica todos los miércoles exclusivamente a la docencia en Psiquiatría y eso significa que nosotros los R1 preparamos sesiones clínicas con bastante frecuencia.

No me apasiona hablar en público pero siempre es interesante revisar a fondo un tema y extraerle todo el jugo que puedas. 'Historia de la Psicosis' será mi primera presentación, así que al navegar entre bibliografía, me apeteció escribir un poco cada día sobre los pedacitos de historia en los que consigo indagar.

Pero... un momento... ¿qué es la psicosis? Lo voy a describir de manera sencilla; es la pérdida de contacto con la realidad. Una persona que escucha voces o que está convencida de que le persigue un OVNI está sufriendo un proceso psicótico. Y la psicosis no es más que una de las grandes clasificaciones generales que la Psiquiatría hace de la enfermedad mental; en contraposición a la neurosis, proceso donde la persona sufre ansiedad o angustia u otro síntoma psiquiátrico pero mantiene el contacto con la realidad (por ejemplo, en una crisis de ansiedad o en una depresión.) Como leí en algún sitio: 'un neurótico es quien sufre por sus problemas, un psicótico es quien hace sufrir al resto.' Esto no es muy ortodoxo, pero ayudar a entender el concepto.
Psicótico no es lo mismo que psicópata; la psicopatía es un trastorno de la personalidad, que hace que uno sea asocial y carezca de empatía. Lo digo porque a veces crea confusión.

Pues bien, vamos a empezar:



-INTRODUCCIÓN:
'El psiquiatra de los cisnes moribundos del espacio-tiempo':


Mi querido Kraepelin (y digo 'querido' porque de tanto leer sobre sus ideas, ya le considero casi un compañero de piso), gran psiquiatra alemán de finales del XIX y considerado uno de los padres de la psiquiatría genética, de la psicofarmacología y de la psiquiatría científica, estudió especialmente una de las enfermedades psicóticas más importantes: la esquizofrenia.
Se opuso también con fuerza a las ideas freudianas de la época y aunque quiso analizar sus propios sueños (y estudió los trastornos del lenguaje durante el sueño), no recurrió al psicoanálisis como objeto de estudio del cerebro.
Fundó el Instituto Max Plank de Psiquiatría en Munich en 1917 y fue profesor en la universidad de Tartu (Estonia), Heidelberg y Munich.
Se formó también como Neuropatólogo, en el afán de localizar las lesiones cerebrales causantes de la patología mental.
Su padre era maestro de música, actor y cantante. Y Kraepelin era aficionado a todas esas facetas artísticas, dejando a su muerte un puñado de poemas.

Para Kraepelin la esquizofrenia (él usaba el término 'demencia precoz') existía desde siempre y por tanto su evolución era inmutable y persistente a lo largo de la vida de los enfermos. Irreversible. Y así lo había sido a lo largo de toda la historia. Este dogma se extendió a todas las enfermedades psicóticas y era usado como criterio diferencial en contraposición a la mutabilidad de la neurosis.

Luego llegaron otros autores (principalmente Hare y Torrey) y postularon que, al no existir descripciones precisas de la esquizofrenia anteriores al siglo XIX, hay que concluir que la Edad Moderna y la Revolución Industrial derivaron en un brote epidémico de esquizofrenia. Y postularon que la causa de ese brote fue un virus. A día de hoy, sigue habiendo psiquiatras que defienden esta teoría y que se centran en el supuesto hecho de que la esquizofrenia catatónica fue más frecuente a principios del XIX y hoy es la forma más rara de esquizofrenia (por lo tanto el virus causante fue mutando a lo largo del tiempo.)

No obstante esta tendencia es minoritaria, ya que hay escritos incluso de la era babilónica donde se describen síntomas que podrían encajar con una esquizofrenia. La mayoría de los psiquiatras piensan que esta enfermedad ha existido a lo largo de toda la historia. La evolución ha ido ligada al contexto histórico de cada época.




SOLEDAD (Emil Kraepelin):

Suavemente, a este rincón, descienden las sombras del ocaso.
El día va hundiéndose en un gris profundo.
Un leve escalofrío que sobresalta el corazón.
El tañir de la campana al fin de la jornada.
Negro el firmamento pero niebla de plata lo hilvana

entre las finas ramas desnudas de los árboles
mientras la gigantesca metrópolis ruge, muy cerca.
Sus luces y sus llamas relumbrando cual fiesta
que enciende en el alma el deseo de anhelar.
¿Dónde está el refugio acogedor que añoro?
Al invadirme el alivio del día concluido.
La muchedumbre y su rumor me circundan
cual borrasca tonante que pulula y que brama.
Soy un forastero en medio de esta tormenta,
una muralla de ventanas brillantes mudas en torno a mí.
Y la marea de lágrimas me asedia súbitamente
como un autómata, me sorprendo, errabundo.
Entre los moribundos cisnes del espacio y del tiempo.
Cual sol exangüe y yertas también sus alas
Así, pesadamente, baja y me envuelve.
La terrible soledad.

martes, 10 de septiembre de 2013

Medicina Interna (Rotatorio 1.)

Fulcrum, de Richard Serra.

Porque al final de estos tres meses y medio de laberinto, incluso llegué a manejarme quasi-sola a cargo de diez enfermos. Y en días así, me parecía que se abría una luz entre tinieblas, porque de verdad que me he visto muy perdida.

Tengo que reconocer que a pesar de intentar con todas mis fuerzas interesarme de veras por el mundo de los internistas, el trabajo me aburría y siempre terminaba leyendo el libro de Psicopatología en vez de repasar la fibrilación auricular o la hiponatremia. No soy una persona demasiado práctica, y rápidamente divago y me pongo a especular, es por eso que la Psiquiatría me viene más a medida. No consigo mantener la atención después de diez casos de EPOC agudizado, pero podría pasarme un día entero hablando con un paciente psicótico, porque aunque me agote... me fascina entender su mundo e intentar resolver cómo funciona el cerebro.

Medicina Interna, me has hecho sentir como un elefante en una cacharrería. No sabía ni por dónde empezar a estudiar, en qué fijarme, cómo organizar el día a día... porque Medicina Interna es todo, y es un amalgama de medicina que no se aprende en el Harrison ni en la universidad. Cuando piensas que por fin has repasado bien los electros y encuentras todos los bloqueos, un paciente tiene proteinuria y ya ni te acuerdas del síndrome nefrótico.

Lo mejor: los internistas tienen el privilegio de poder decir que a pesar de la subespecialización reinante en nuestro siglo, siguen siendo esos médicos globales que lo mismo tratan el fallo cardíaco que un Lupus. Nunca dejan de estudiar, y siempre me he fijado en que el perfil de internista es un tipo que disfruta muchísimo con los retos; en las sesiones de mi hospital se notaba el entusiasmo con los casos raros, las enfermedades autoinmunes, los diagnósticos engañosos...
Yo eso lo comparto, pero no podía dejar de pensar en que lo que un internista conoce y trata del enfermo es su edema por insuficiencia cardíaca o su fiebre por diverticulitis, o su expectoración por neumonía. Conocer al enfermo en sus particularidades como persona me fascina mucho más.

Lo peor: la rutina. Es una paradoja pero a pesar de ser una de las especialidades más amplias, los casos se repiten ad absurdum (abuelitos con angina, marcapasos por bloqueo AV de tercer grado, EPOC agudizado, fallo cardíaco, síncope, fibrilación auricular, neumonía, ACV...) incluso en hospitales como el mío, con seis plantas de Medicina Interna y absorbiendo gran parte de las patologías que en otros sitios ingresan en Cardiología, Neumología, et cetera.


En este tiempo cambié de adjunto cuatro veces, lo cual puso las cosas patas arriba frecuentemente. Mi primer adjunto es un tipo comprometido con la docencia, si bien su visión es bastante clásica y el residente no se diferencia casi nada de un estudiante de Medicina: jamás nos dejaba pasar tratamientos o ver solos a los pacientes, no cubríamos prácticamente ni volantes de analíticas. Le daba mucha importancia a que estudiásemos en Uptodate o en manuales los temas que iban saliendo, que repasásemos ECG y radiografía de tórax y que nos encargásemos casi exclusivamente de escribir los evolutivos de los pacientes y de revisar sus historias clínicas antiguas (incluso si se operó de apendicitis hace 60 años o revisar todo el seguimiento de una anemia que tuvo, consulta a consulta y viendo todas las analíticas con cuidado.)

Este adjunto se fue de vacaciones y me dejó de mano de otro adjunto bastante excéntrico. Al principio me dio incluso miedo, estaba siempre en el despacho de al lado y le veíamos entrar y salir en caos absoluto, dando voces, diciendo tonterías varias y riéndose a lo loco...
Sin embargo, fueron las mejores 3 semanas del rotario, aunque mi gusto por los personajes excéntricos tuvo su rol. Me daba toda la independencia del mundo, salía de guardia y me dejaba un bloc de notas con la guía general de lo que tenía que hacer con cada enfermo. Le daba vida al día a día rutinario con momentos espontáneos como invitarnos a chocolate con churros para empezar un día pesado o ponerse a bailar en el despacho, o discutir 'La historia de la filosofía occidental' de Bertrand Russell en un descanso. Me encargó también de repasar varios temas y de preparar una sesión sobre el insomnio con los que aprendí mucho. Claro que muchos días acabábamos a las cinco.

Mi tercera adjunta fue algo breve, unos días mientras los anteriores no estaban. Fueron días de millones de ingresos, no conocía a ningún enfermo, tomaba notas desesperadas y pasaba visita sin enterarme de nada. Nos daba total libertad para cambiar tratamientos, podíamos pasar visita solos...

Y mi cuarta adjunta es una chica que tiene niños pequeños y está un poco quemada de su trabajo, cuando sale de guardia (y hace muchas guardias) se va a casa, a veces se olvida de comentarme qué debo hacer con cada enfermo. Tiene momentos áridos donde se cabrea bastante si no te sabes algo, o te hace sentir como si fueras retrasado, pero en general me da también mucha libertad en el trabajo y me explica cualquier cosa que necesito.

Mañana es mi último día de internista, reconozco que he mejorado bastante en exploración física y lectura de pruebas complementarias, sé hacer una historia clínica decente, he ganado en comunicación con paciente y familiares, en trabajo en equipo... en tanto. Pero aún así siento que no he conseguido el reto de estudiar todo lo que había planeado, que no sé nada, que me pierdo. Que un internista me da mil vueltas y que cuando sea psiquiatra no tendré ni idea de muchas cosas básicas.

Llegan las vacaciones y a la vuelta, un rotatorio de un mes en Neurorradiología y Neurofisiología. Creo que va a ser como estar en otro planeta.

Como se leía en la puerta de Nicolás: 'A repensar el pensamiento, a desaprender lo aprendido, y a dudar de nuestras propias dudas pues esta es la manera de empezar a creer en algo.'

-Antonio Machado.





domingo, 1 de septiembre de 2013

Morfiy



 
 
Casi es la hora de la cena, pero hay una paciente sentada en la camilla todavía. 12h en el servicio de urgencias. Quiero irme a casa. Pero esta mujer -no sé- hace que me olvide de descansar. Una mezcla de compasión y entereza.
 
Saludo y le digo que estaré con ella en cinco minutos, que tengo a dos pacientes esperando por su informe de alta y que me llaman por megafonía, pero que voy a ser rápida.
Mi paciente es el miedo, la negación, la esperanza escondida bajo capas de certeza, la soledad, la indiferencia, toda la vida.
 
Estoy de vuelta y leo su historial; en mayo le detectaron un tumor metastásico, un tumor anaplásico extendido por gran parte del cuerpo. Tiene 60 años y una hija que espera sentada al otro lado del biombo. La caquexia es tal que nunca en mi vida he hecho una palpación abdominal que me pusiera el vello tan de punta. Tiene el pelo corto, más práctico para las múltiples sesiones de quimioterapia, esas que parecían estar reduciendo el tamaño de sus masas cancerosas hasta que todo cayó en picado hace quince días.
 
Me dice: -'tengo cáncer'.
Ojos grandes y marrones. -'Porque tengo cáncer, ya sabe.'
Le digo que conozco su historial, que no se preocupe, que ahora vamos a ver qué le ocurre. Y la exploro, tomamos las constantes, me cuenta al detalle qué es lo que siente.
 
De repente, mientras escribo su informe, brota el dolor como si le rasgasen las entrañas con un bisel. Se retuerce de un lado a otro en aquella camilla vieja. Subimos y bajamos la cabecera para que encuentre una postura antiálgica, le traigo unas sábanas plegadas y las colocamos como almohada. Pauto calmantes intravenosos, sé que necesitará más, pero una especie de fé ciega me dice que no quiero poner morfina. Que no va a ser necesaria la morfina. Todavía.
Quiero respetar su decisión de no ponérsela. Una idiotez con mal criterio médico, pero que yo vivía como necesaria.
 
Había leído en su historia clínica que hace dos días la dieron de alta en una planta de Medicina Interna en la que ingresó por invasión tumoral de la vía biliar y dolor abdominal producido por sus múltiples masas. La instruyeron para pincharse cloruro mórfico en casa, ya que el dolor no remitía con nada y era ya continuo, pero me confiesa que no se ha inyectado morfina y que no piensa inyectársela.
 
'Me suena demasiado fuerte, me niego a llegar a este punto, doctora.'
 
Asiento. Le digo que lo comprendo y que luego hablaremos sobre ese tema.
El dolor se calma un poco, bromeamos sobre cualquier cosa, pero vuelve como una tormenta. Y no tengo más remedio que pautar morfina.
 
Mientras la calma entra en sus venas, salgo a hablar con su hija.
 
 
 
Con la entereza que precede a las grandes debacles, me cuenta la historia de mi paciente con calma y sin trabas. -'Me preocupa más el que haya dejado de comer que el resto de las cosas... nos han dado yogures bebibles, pero la oncóloga me dice que la comida simplemente no le pasa.'
Hablamos sobre las inyecciones de morfina, me dice que ella podría pinchárselas a su madre sin problema, pero que también se niega. Que es muy cabezota.
Le comento que creo que sería mejor que un médico o un enfermero se encargara de esa tarea con atención domiciliaria, y que voy a informarme de las opciones que se ofrezcan.
 
Le explico también que voy a pedirle una radiografía de abdomen y unos análisis de sangre y de orina, para descartar una obstrucción intestinal o una infección; si hubiese alguna patología de estas, las trataríamos de forma específica, si no hubiese nada pautaríamos analgesia. No entro en detalles. Creo que serían pura redundancia.
 
La paciente ha dicho explícitamente que no quiere saber nada más sobre su enfermedad, con lo cual es claro que conoce bien lo que pasa, y se niega a leer los informes médicos.
Me parece muy respetable, no le menciono nada, simplemente le hablo del alivio de la morfina y del hecho de que a pesar de los estigmas, es simplemente una medicación para los dolores fuertes.
Que voy a pautársela a muchos pacientes, con y sin enfermedades como la suya, y que debería ser pragmática e imaginar la gran ventaja de una vida sin dolor.
Charlamos sobre el tema, accede totalmente a tratarse con morfina si un sanitario se la inyecta.
 
Pero entonces llega mi médica adjunta y al leer mi preinforme de urgencias, le grita a la paciente, achacándole no haber cumplido con la analgesia que se le pautó para casa. '¡Usted quiere vivir de espaldas a la realidad de su enfermedad, en su mundo imaginario, quiere rebelarse contra todo!'
Mi paciente se pone tan nerviosa que empieza a preguntar si los síntomas abdominales son causados por su tumor, a lo que mi adjunta responde que eso se lo pregunte a su oncólogo o a los internistas que la ingresaron.
 
Una vez más, el paciente oncológico es una pelota que rebota de servicio en servicio sin que nadie hable claro. La enfermedad del miedo y del silencio.
 
'¿Por qué no quiere pincharse la morfina, reina? ¡tiene que pincharse la morfina y punto! ¡ay, por favor, es que es usted una inconsciente! ¿qué espera que hagamos ahora con gente como usted en un servicio de urgencias?'
 
Y se va.
 
Mi paciente llora en la camilla. Su hija y yo la acompañamos a la sala de observación y grita que no quiere que la atienda esa doctora. Se calma cuando le explico que no debería hacerle caso, que esa doctora es así con todo el mundo, y que si yo -que voy a estar bajo su supervisión hasta las 5 de la mañana- no voy a hacerle caso, ella tampoco debería enfadarse por eso.
Se ríe, me comenta lo aliviada que está, ya no hay dolor y descansa. Dejo cloruro mórfico pautado para toda la noche, va a quedar en observación para que valoren el ingreso.
 
Su hija y ella se emocionan contando lo bien que las han tratado en mi hospital desde que comenzó toda esta pesadilla, lo dicen con el tinte de resignación de quien ha sufrido tanto que encuentra alivio en toda pequeña cosa. Un leitmotiv más que juicioso, pero que en este caso es un grito de resignación en mis oídos.
 
Y lo que parece un halago, suena como un cuchillo.
-'Todo el mundo se queja del sistema sanitario, nosotras queremos escribir una carta de agradecimiento, de verdad que nos han tratado siempre de lujo. Todo el personal, son vocacionales y han sido increíbles con nosotras todo este tiempo.'
 
Acaban de gritarles y de desaparecer, nadie ha podido hacer nada para frenar la evolución de este cáncer que probablemente se lleve a la madre antes del día de la boda de la hija -a penas faltan unas semanas-. Ni siquiera se han hecho cargo de proporcionarles una asistencia domiciliaria. E intuyo que nadie -ni siquiera sus oncólogos- se ha tomado la molestia de saber qué le está pasando por la cabeza.
 
Y al rato, salen los resultados de las pruebas y no hay infección ni obstrucción intestinal. Salgo al pasillo para comunicárselo a su hija, pero me encuentro a mi adjunta en tono paternalista hablando con ella.
-'Su madre debería leer los informes del último TAC, ¡no puede vivir de espaldas a la realidad, tienen que ir enseñándoselos poco a poco!'
Yo me pregunto dónde esta la autonomía del paciente en todo esto...
 
Cuando le comenta lo duro que es ver que ya ni siquiera se alimenta, mi adjunta le dice: -'¡es que ya no va a comer y punto, asúmalo reina, a su madre le queda ya poquito tiempo de vida!'
Después le comenta al detalle el informe del último TAC, explicándole qué significa la progresión de estas o aquellas adenopatías, cómo las metástasis en la vía biliar le causan orinas oscuras, cómo el páncreas está invadido también.
Y no se puede hacer nada.
 
Yo escucho perpleja al otro lado del pasillo, para que no me vea, finjo buscar historias clínicas en las estanterías.
 
 
Al final de la charla, le ofrece a la hija de mi paciente ingresar en el programa de hospitalización a domicilio. Se muestra entonces casi tierna, se ofrece a hacerle pronto el informe, y se va.
 
Y yo me acerco y le digo que justo iba a comentarle algo sobre la paciente, pero no me deja hablar, me ordena que escriba una hoja de tratamiento con todos los fármacos que toma y la posología exacta porque va a quedarse en observación esta noche y es mi responsabilidad que se pauten bien las cosas. Contrasto entonces las medicaciones en la lista de prescripción electrónica con la propia paciente y con su hija -que se sabe de memoria todas y cada una de las pastillas-.
 
Y le  digo a la hija que podemos hablar si quiere, pero me contesta que la otra doctora ya le ha explicado todo bien y al detalle y que prefiere no hablar más esta noche. Me voy, y me duele.
 
Vuelve mi adjunta a la voz de '¡Y ahora usted tiene que pincharse también insulina, le voy a enseñar a hacerlo, tiene las glucemias muy altas!'.
Mi paciente me comenta cabizbaja que ahora al parecer también es diabética, así que le explico que todas las personas que toman corticoides a altas dosis tienen ese problema y que se controla bien. 
 
De veras que no entiendo el criterio que hace que se explique al dedillo un TAC catastrófico, sin pararse para nada en aliviar con pequeñas explicaciones como esta el sufrimiento de una persona.
 
Supongo que llegaremos, inevitablemente, a los diagnósticos puramente científicos -comunicados incluso por teléfono- y a las estadísticas de supervivencia, ya que tanto admiramos la excelencia médica de países como Estados Unidos.
 
Durante la noche paso a ver a Ana varias veces y está dormida. Parece muy pequeña, diminuta. No la conozco pero tengo miedo de que se vaya, así que puedo imaginarme qué sentirá su hija.
 
Leo la modificación del informe de urgencias que había hecho hace horas. Han añadido cosas en la sección de diagnósticos: 'Paciente que se niega rotundamente a aceptar la realidad de su enfermedad, negativa absoluta a la adherencia terapéutica, mal control del dolor.'
 
Y el papel en el que se recalca: 'metastásico', 'invasión', 'progresión tumoral', 'cloruro mórfico', 'paliativo', 'estadío IV'.
 
De camino a casa escucho 'Perfect day' de Lou Reed y caen las lágrimas.
Recuerdo que he visto 'Morfiy' de Aleksei Balabanov esta semana; basada en la historia autobiográfica de Mikhail Bulgakov sobre su adicción a la morfina cuando ejercía como médico en las provincias rusas.
La morfina, todas las connotaciones de una de las medicinas más temidas. El miedo, el fin, el estigma, la adicción, el dolor incoercible, cuando ya no se puede hacer nada. Vidas que terminan ayudadas o de mano de la morfina.
 
No quería mentir a mi paciente, sólo quería ayudar, sólo quería hacer las cosas más llevaderas. Añadir dolor y miedo no sirve de nada.
 
Espero que la Psiquiatría me permita ser humana, no soporto esta medicina.
 
Aunque al comentarle el caso a otra adjunta, se le empañaban los ojos, y supe que siempre habrá alguien que aún siente algo por las personas.
 
 
 
 
 

sábado, 24 de agosto de 2013

El síndrome preguardia.

 
Este síndrome viene siendo ya conocido por mi sistema nervioso, por mis familiares y amigos, incluso por la cajera del supermercado de mi barrio. Y es que el día antes y el día después de una guardia son días de nihilismo y excesos. Lo reconozco cuando intento ver una película y no consigo terminarla sin pausarla treinta veces, o siento que puedo comer cualquier cosa que me apetezca (¡porque me lo merezco, que mañana estoy de guardia y lo voy a quemar a todo! o ¡porque ayer estuve de guardia y hoy hago LO QUE QUIERO!) Lo reconozco en el nerviosismo de preparar las cosas, en intentar vivir lo más parecido a una marmota para reponer fuerzas, en esos sueños de dejarlo todo e irme a lo Thoreau a vivir en un bosque cualquiera, en las llamadas telefónicas donde empiezo hablando del tiempo y termino examinando por qué ser médico es una mierda.
 
No puedo decir que odie el trabajo, a pesar del cansancio y del estrés (casi más psicológico que físico), si elegí esta profesión es porque me gusta ayudar a personas. Entre paciente y paciente, el tiempo pasa deprisa, y no me aburre aunque sea preguntar las mismas cosas una y mil veces o redactar historias clínicas, o auscultar, o leer electrocardiogramas.
Lo bueno de las guardias es que por fin me siento útil y resolutiva, capaz de hacer alguna cosa por mí misma y de decidir cómo se trata a la persona que tienes esperando en la camilla y a su familia.
 
Sin embargo, las guardias son pesadas; pesadas porque rara vez alguien va a decirte que has hecho bien una cosa y sin embargo, no dudarán en gritarte o hacerte sentir como una auténtica mierda si te equivocas (o si lo que haces no les agrada, porque cada maestrillo tiene su librillo y sus manías). Cada persona es un mundo, pero he tropezado ya con varios médicos/enfermeros/el escalafón que sea del personal/ prepotentes y capaces de tirar todo tu trabajo por tierra.
 
Por si fuera poco, el cansancio llega a hacer tanta mella que una mala cara o un comentario cualquiera pueden desatar una furia difícil de contener a ciertas horas de la madrugada, cuando llevas a cuestas horas y horas de desgracia ajena y dedicación absoluta. En momentos como esos, intento buscar 5 minutos para estar sola; me lavo la cara con agua fría, me pongo los cascos y escucho una canción, salgo a que me de el fresco... doy puñetazos al aire en algún lavabo (verídico.)
 
No  tener tiempo es un problema, me agobia saber que nunca podré ver con calma a un paciente, que puedo olvidarme algo importante, que no puedo hacerlo tan bien como quisiera porque los pacientes se acumulan o el adjunto va a pasarse a meter prisa. Que preguntar una duda o admitir tu ignorancia en algún tema, se ve más como una debilidad que como una fortaleza: yo estoy aquí para aprender pero a veces da la impresión de que molestas y que deberías saberlo todo ya. O que eres una retrasada mental si dudas o te equivocas. Y lo peor es llegar a asumir que eso es lo que pasa.
 
 
Luego hay personas, como una servidora, que son más solitarias que la media. Un psiquiatra me encontraría tendencias esquizoides, estoy segura, como ya me he auto-diagnosticado no me importa: no soporto estar rodeada de gente 24h, ¡es agotador!
Incluso a la hora de la comida y de la cena, que son mis dos únicos momentos de descanso, tengo que socializar e integrarme en conversaciones que a veces no me interesan. Llego a casa deseando estar sola toda una semana para recargar baterías. Me agobia también que sea tan difícil conocer gente fuera del hospital, odio que la vida se reduzca al ámbito laboral y que todas las personas con las que socializas sean médicos o enfermeros o trabajadores sanitarios del ámbito que sea. Las guardias fomentan tu cansancio a la hora de hacer otras cosas, conocer gente nueva y salir mentalmente del hospital.
 
Mucha gente bebe café para resistir la guardia, pero a mí la adrenalina me mantiene en pié hasta el final y a partir de las 4am me tomo tilas para conseguir dormir algo al cambio de guardia. Al día siguiente tengo un subidón de energía a primera hora, y luego un bajón nihilista.
 
A ver qué tal sale mi guardia de mañana...
 
 
 
 
 


sábado, 10 de agosto de 2013

Una postal desde Tailandia.



-'A mis pacientes de urgencias me gusta imaginármelos felices, en una barbacoa'; le dice un residente a otro esta mañana. Entre historias clínicas, papeles de ingreso, solicitudes de pruebas diagnósticas -entre todo eso surgen huecos para sincerarse unos con otros, para compartir miedos-.
 
Mientras tanto, mi compañera buscaba desesperadamente a sus pacientes de la anterior guardia en la historia clínica electrónica. Y yo me sentía identificada.
Pero el toque de realismo mágico -o esperanza ciega- me cogió en un momento de ternura: yo también me imagino a mis pacientes haciendo lo que les gusta, cumpliendo sueños, saltando barreras.
 
Por eso volví a pensar en Gonzalo, y esta vez le ví navegando por el Mekong, estudiando la flora y la fauna tailandesa con esa sonrisa y ese buen humor que tenía cuando nos conocimos en el hospital. Gonzalo tiene un poco más de sesenta años y es biólogo. Cuando pasaba visita por las mañanas, me lo encontraba leyendo la 'Muy Interesante' o 'Los pilares de la tierra', y me contaba alguna noticia o cómo iba la cosa en ese capítulo que leía. También me dijo que no quería saber nada sobre su enfermedad, que le habían comentado que encontraron algo en el pulmón y en el cerebro, y que él iba a limitarse a acatar las decisiones que tomásemos los médicos.
 
Entonces, mi adjunto me comentó que Gonzalo tenía organizado un viaje a Tailandia este verano y que no sabía si decirle que lo anulase o que se fuera. La verdad es que no sé por qué quiso consultármelo; tal vez sea una de esas tareas que la gente piensa que debe encomendarse a un psiquiatra. Yo dí mi opinión, sin más: lo mejor sería que disfrutase de ese viaje, y para intentar que todo sea lo más seguro posible, habría que darle sesiones de radioterapia y dexametasona antes de marchar.
 
A los pocos días se fue de alta, con consulta ambulatoria para seguir sus terapias. Los médicos dijeron que las metástasis, al haber afectado al lóbulo parietal y temporal, le habían producido esa belle indifference con la que hablaba sobre su enfermedad. Nunca llegué a saber si eso era real, pero en todo caso, el hecho de negarse a recibir una verdad que sospechaba brutal, demuestra mucha conciencia de realidad. Mucha humanidad.
 
Espero que viaje, siempre es una catarsis. Siempre es inolvidable. De esta vida nos llevamos momentos fugaces, memorias de paisajes, ideas, conversaciones.
Que tus pasos se entremezclen con la multitud en algún recodo tailandés. Que seas tan feliz como te imagino y que este viaje deje en ti la huella que tú dejas incluso en personas como yo, que te han conocido de forma tan fugaz. ¡Gracias!
 
 

jueves, 8 de agosto de 2013

Navegando.


No sé cuánto va a durar esto pero me siento mejor.
Después de esta crisis de identidad médica tan solo dos meses después de empezar, parece que ponerse reflexiva ha sido la cura; recordé que hace años me subí a este barco con la idea de ayudar a personas que están pasando por malos momentos. A veces por el peor momento de su vida.

No cabe duda, será un trabajo duro y a menudo desagradable, desgarrador, frustrante.
Y alguien como yo, que siempre se inclinó hacia otras materias (filosofía/literatura/arte/idiomas...) se preguntará una y mil veces por qué no se dedica a estudiar el arte barroco o la poesía surrealista en vez de dedicarse a algo que muchas veces deprime y duele.*

(*)Y a eso muchos me responden:

-'Hombre, en Humanidades hubieses estado al paro y como médico ya estás trabajando, no te puedes quejar.'

Que sí, que es importante el tema de la pela y que sí, que en España parece ser que el mejor trabajo que puedes encontrar es como médico (y a veces parece que el único, mis compañeros de otras carreras se han ido o están en paro). No es un gran sueldo ni nada por el estilo, pero es decente y puedes independizarte si quieres. Estando el país en ciénaga semejante, al parecer lo lógico sería centrarse en el sueldo mensual sin que importen otras cosas, pero yo creo que no basta. Tienes que pensar si realmente te gusta en lo que trabajas, si 'te llena', si te aporta felicidad. No hay dinero en el mundo que compense levantarse cada mañana con desgana y volver a casa hasta la coronilla. Por el contrario, un trabajo que es tu pasión, es una de las mejores cosas que puedes conseguir en la vida.
Pero elegimos futuro en nuestra adolescencia y muchas veces no tenemos ni idea de qué queremos en realidad; por eso merece la pena -creo yo- pararse a pensar e incluso cambiar las riendas.

Yo no soy demasiado filántropa, pero siempre pensé que la justicia social debiese prevalecer sobre muchas otras cosas, y que un médico puede repartir mucha igualdad en su consulta. Y aliviar el dolor de muchas injusticias. Por eso quise estudiar Medicina.
De mi trabajo diario no esperaba ni prestigio ni posición social, ni grandes lujos, ni sentirme superior a mis pacientes por 'decidir' sobre la vida y la muerte, ni entrar en ninguna especie de élite. Yo quería, simplemente, ayudar a la gente y aprender... porque la Medicina es interesante y además tiene una implicación más que directa en la vida de las personas. Y ahora, después de estos dos meses, no tengo claro que lo que busco sea lo que este trabajo ofrece.

Al haberse dejado caer en una de esas espirales de caos mental y duda, una siempre piensa que volverá a pasar. Principalmente porque tolero mal la rutina y es inevitable entrar en ella cuando trabajas en una planta hospitalaria con mucha carga asistencial, recortes sanitarios, personal estresado y la dosis habitual de papeleo burocrático. Pero es que no puedo con el automatismo, la inercia, la falta de sentimiento en las actividades del día a día, el no tener en mente por qué quiero hacer las cosas. Quizás me he dejado embeber por la forma de trabajar y la motivación ajena -de adjuntos y residentes que probablemente adoren su trabajo pero cuya forma de ver las cosas no es la mía-. O a lo mejor es que, al no haber trabajado nunca (salvo unas clases de inglés a domicilio que eran mucho más relajadas), no soy más que una niñata que lloriquea a las puertas de la vida adulta. O qué sé yo, igual he leído demasiado a escritores aventureros y excéntricos, hasta llegar a esperar de la vida una especie de aventura continua donde lo cotidiano debiese ser siempre intenso e interesante. No sé qué pasa, pero es que no soporto el no llegar a conocer realmente a ningún paciente; porque cada día el pase de visita dura unos 10 minutos por habitación y el resto de la mañana se pasa frente al ordenador y frente a pilas de historias clínicas. Porque no puedo con la deshumanización hospitalaria, y mi experiencia en prácticas de Medicina de Familia me dice que sus consultas son también muchas veces deshumanizadas y mecánicas. Porque quizás me encuentre con una Psiquiatría ultramedicalizada donde los enfermos no son más que enfermedades. A la mierda.

viernes, 2 de agosto de 2013

¿Dónde te dejas el cerebro?


A veces me repatea, pero creo que encajo en gran parte de ese 'prototipo de psiquiatra' que al menos en el gremio médico se conoce bien. Y más me vale, porque espero encontrar en la Psiquiatría un trabajo más estimulante de lo que me resulta el día a día en el resto de especialidades que he ido conociendo hasta ahora.

'Un psiquiatra es un médico al que no le gusta la sangre'; es el típico chiste que suelen hacer los propios adjuntos de servicios de Psiquiatría. Y esto en mi caso es parcialmente cierto, depende de cómo se entienda: nunca tuve problema en asistir a grandes cirugías y aunque nunca me gustaron las agujas ni las hemorragias, lo fuí controlando a lo largo de la carrera hasta llegar a un punto en que ya rara vez me mareaba o incomodaba por la sangre. Ahora, en urgencias, simplemente no me molesta: he tomado alguna gasometría arterial, he hecho compresiones a hemorragias, he puesto grapas a desgarros en cuero cabelludo muy sangrantes... no me parece ni siquiera desagradable. Ahora bien, no me encanta precisamente pinchar y, como me pasa con todo tipo de trabajos manuales y mecánicos, rápido me acabo aburriendo y asqueando. Tampoco suelen dárseme bien, dicho sea de paso. 
Soy una manazas, digámoslo claro.
Y de los psiquiatras se piensa eso: que son patosos, que mucho filosofar y poco pinchar, que no les interesan estas cosas y que más contentos estarían hablando sobre el sentido de la vida.

Otra cosa: me aburren las patologías estructurales, por eso nunca me gustó la Cardiología por ejemplo: ver electrocardiogramas es repetitivo y muy sistemático, entender cómo se produce una trombosis o un infarto y cómo se trata es también mecánico. Son enfermedades que no me interesan, más allá de poder ayudar a quien las padezca, claro. No podría dedicar mi vida a hacer cateterismos y ver qué arteria coronaria está obstruída, para ir a desatascar aquello; demasiado mecánico todo. Las especialidades quirúrgicas, como cabe deducir, tampoco iban a ser precisamente lo mío. O si tomamos el ejemplo de la Neurología: odio localizar los infartos cerebrales y limitarme a ese tipo de patologías estructurales a la hora de estudiar el órgano más interesante -con diferencia- del cuerpo humano. Con el cerebro pensamos, soñamos, percibimos el mundo: no podría limitarme a sus infecciones, sus alteraciones motoras o sensitivas, su degeneración, sus tumores... todo eso es importante, ¿pero qué no es importante para los pacientes en Medicina? 
Simplemente es que no estoy hecha de esa pasta.

Cuando los internistas, por ejemplo, preguntan al paciente si le han hichado o no las piernas, si tuvo fiebre, si tuvo o no diarrea, con cuántas almohadas duerme o si se fatiga más tumbado en cama... yo pienso que lo que de verdad me interesa es saber cómo vive y cómo entiende esa persona su enfermedad. En el hospital los pacientes suelen estar temerosos, duermen mal, están deprimidos, se cuestionan bastantes cosas sobre su vida diaria y sobre su vida futura. Pero todo eso parece quedar relegado a un segundo plano por ser menos transcendente para los médicos. Me siento una dispensaria de fármacos, de verdad, o un robot de diagnóstico por algoritmo. Y estoy tratando con personas, coño.

Luego está el hecho de que sí, como a muchos 'prototipo psiquiatra', me gusta mucho la Filosofía y las Humanidades en general. Siempre fueron mis asignaturas favoritas y si no me decanté por ellas en la universidad fue por ese afán de 'salvar el mundo' del que hablé en posts pasados y que marcó todavía más mis años de adolescencia. Aunque tengo mucho interés científico, la mayoría de las asignaturas en Medicina me parecieron un auténtico coñazo. Y es un proyecto de vida el acabar estudiando alguna de esas cosas; podría ser Literatura, Filosofía, Antropología... me parece lo más motivador de esta nuestra miserable existencia.


Y es que no soy capaz de parar a un paciente durante la entrevista clínica: me está contando que su mujer ha muerto recientemente y que cuando piensa en ella le viene ese dolor opresivo centrotorácico que sí, es una angina inestable típica, pero que él asocia a todo esto y yo quiero escucharlo. O me comenta que lo que le preocupa es que llegue pronto el alta, e irse a casa solo y volver a encontrar todos los rincones que compartió con ella y que ahora sólo traen recuerdos dolorosos.
Pero tengo que pararle y preguntar si le duele el pecho, si ha notado palpitaciones, si tose, cómo son las flemas en caso afirmativo, si tuvo fiebre o escalofríos, si últimamente ha meado menos.
Y no, no ridiculizo estas preguntas, como ya dije antes todos los aspectos de la Medicina son igualmente importantes y sobre todo para quien padece estas o aquellas enfermedades. Hablo a título personal, sobre mi propio interés en las personas y el tipo de motivación que encuentro en entenderlas.

Siento que no encajo en Medicina Interna. No comparto esa pasión que suelen tener los internistas por las enfermedades raras o por descifrar un diagnóstico a base de revisar y revisar historias clínicas e interrogar a fondo sobre los síntomas. Y esto me choca, ya que era una de las especialidades que incluso me llegué a plantear durante la carrera, por ser muy clínica e interrelacionar un poco de todo: que vienen a ser dos facetas que me parecen geniales y muy acordes con mi personalidad.

Por ahora, seguiré aprendiendo. Mi sitio no está aquí pero puedo sacar mucho provecho a estos meses de rotatorio y creo que lo voy haciendo. Lo malo es que no llegue a encontrar mi sitio en otro lado: tengo miedo de que la Psiquiatría me decepcione también o que no pueda con ella. No sé, yo creo que el cansancio está haciendo mella y estoy cayendo inevitablemente en la rutina. Y no soporto la rutina.



jueves, 1 de agosto de 2013

Honestidad brutal



Baladas para morir lentamente. 
Pudiera ser Portishead. Con té verde. Y, calmarse.

A los idealistas nos pasan estas cosas: nos llevamos desencantos cada vez que la realidad azota con fuerza a las expectativas. Hubo un tiempo en que me emocionaba demasiado al contarle a la gente por qué había querido ser médico -hasta el punto de empañárseme los ojos-
Tuve que aprender a controlarlo. 

Y no hablemos de esos días de adolescencia en que leía frases de Ché Guevara y me imaginaba como futura revolucionaria del humanismo en la medicina, combatiente de las injusticias de este planeta, promotora del cambio social.
 '...y sobre todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera, en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionario.'

Pero ahora, el trabajo diario. Darse de morros con pacientes y familiares egoístas, hiperdemandantes, maleducados. No todos lo son, pero sí que toparás todos los días con varios. Y compañeros de trabajo que buscan en esto de ser médico un supuesto prestigio, una estabilidad económica, un 'algo' que dista mucho de idílico. Y lo peor de todo: tener que aferrarse a veces a esos mismos motivos para seguir yendo cada mañana al trabajo. 'Porque al menos, a fin de mes, llegará el sueldo.'

Me invade la duda existencial. 
Cuando en tus jornadas laborales haces de todo, porque hay compañeros que te tratan como a un igual pero otros te utilizan como mula de carga/come-marrones, llegan las preguntas del tipo:
¿soy médico o soy telefonista, una recadera si acaso?, ¿soy médico o soy un muro contra el que familiares y enfermos pueden darse de cabezazos?

Al parecer, lo más importante a veces es bajar la cabeza y asumir que eres retrasado -eso que tantas veces nos hicieron creer ya en los tiempos universitarios-. Porque hay enfermeras que van a gritarte sin motivo alguno a las 8 de la mañana, hay médicos adjuntos que no te miran a la cara mientras te dan órdenes como se las darían a un recluta. Porque hay familiares que piensan que una mujer joven no puede ser médico y no merece respeto tampoco. Hay compañeros de trabajo que intentarán que hagas, si puede ser, su parte de la faena... y luego ya si acaso, te sonríen -con la sonrisa cínica- para que veas el compañerismo que destilan.

Sí, señores; ser médico también tiene su (gran) parte de coñazo. La rutina, el hospital como ambiente de trabajo inhóspito y deshumanizado, la frustración, lo quemante del trabajo en equipo, el sentirte dispensario de fármacos que a veces ayudan y otras no, los papeleos. La inutilidad burocrática de reescribir historias clínicas e informes de alta (tareas que ocupan varias de mis mañanas cada semana). Pacientes con los que te desvives, y que al final deciden montar un buen pollo en la sala de espera diciendo que no les has atendido bien.

Quisiera ser menos Sartre y más Russeau. Pero no puedo, me lo impide el día a día en esto que llaman Medicina. Me duele. Me duele y me jode, pero hay un porcentaje de malos compañeros y de pacientes desagradecidos bastante considerable. Lo sé, suena demasiado fatalista, y me imagino que todo el mundo estará escribiendo posts eufóricos sobre lo genial que es su vida en sus respectivos blogs de Medicina. Qué sé yo. Igual es la maldición del psiquiatra: hiperanalizar.

viernes, 5 de julio de 2013

Carta a un enfermo.



A tu cama vacía en una planta cualquiera de un hospital,

Sé que te llamas José María.
Pero eso es irrelevante. Un nombre poco dice de quien lo lleva.
Sólo quiero recordar que eres una persona.

Aún no has cumplido los 60.
Sé que has vivido en el campo y que hace días pensabas en vender tu ganado, porque tienes miedo de no volver a ser el mismo, de no ser capaz de cuidar de todo aquello.
Siempre hay familiares, pero siempre estás solo; le sonríes a todo el mundo, eres amable y tienes sentido del humor, eres inteligente y es bueno conversar contigo. Mientras te interrogo sobre cada paso del proceso que has vivido en estos meses, me disculpo por hacerte contar una vez más la historia de horror que llevas a cuestas. Y tú me agradeces el haberte hecho compañía.

Ya sabía lo que tenías. No pude decírtelo, aunque quisiste saberlo. En realidad soy el último eslabón en la cadena de médicos, y acato decisiones de otros. Quise decirte muchas cosas, quizás demasiadas, durante tu ingreso; pero me limité a saludarte, a auscultarte con cuidado, a leer tus analíticas y cubrir tus hojas de radiodiagnóstico. Quiero que sepas que todo esto me ha hecho daño; el telón de acero -protector- entre paciente y médico hace que me sienta mecanicista y forzada a negar la humanidad que hay en vosotros.

Tienes miedo de morir, de quedar impedido, del dolor. No he podido decírtelo pero lo sé, lo comprendo, y me parece muy humano. Han sido dos semanas llenas de malas noticias; nosotros los médicos te pedimos que seas fuerte, que pienses en positivo, que mantengas el ánimo. No queremos acercarnos demasiado a ti porque nos asusta saber que estamos bajo ese mismo azar que tú has tenido. Quisiéramos pensar que eres un número, un órgano canceroso, un trozo de tejido al microscopio. No queremos verte llorar, ni saber que esto te angustia, preferiríamos -si no te importa- que no dejes entrever ninguna flaqueza. Todo se vuelve demasiado real.
Duele, nos duele también, nos aterroriza.

Aquel día, cuando no pudiste contener las lágrimas, cuando te preguntabas por qué ha pasado todo esto de repente y tan deprisa, recordabas lo bien que habías estado hace un año a penas. Y cómo todo se derrumba. Entiéndenos, nos asusta. Nosotros tratamos a diario con personas enfermas y no queremos ver en vosotros la probabilidad de un futuro que bien podría ser el que nos espera.

No eres 'la neo gástrica' y el médico mintió cuando te regañaba por llorar. Esa no es una reacción patológica, por más que esas fuesen sus palabras, tu derecho es mostrar que hay algo más allá de los diagnósticos brillantes y las grandes cirugías a la hora de tratar con personas.
Por eso yo quise ser psiquiatra, porque es la mejor manera de enfocar mi empatía hacia los enfermos y darme cuenta -trabajar- con su humanidad.

Te ví paseando por los pasillos, con la bata granate. Estás muy delgado, estás en los huesos, te he visto con mucho dolor. Ese dolor lo hemos calmado con analgésicos -ese invento bendito- pero poco hemos hecho por hacerte sentir mejor, por calmarte, por hablar contigo. Creo que nadie te ha explicado en qué consiste el proceso que empiezas el martes; tu cirugía, tu quimioterapia... quizás alguna otra medida terapéutica. El cáncer gástrico es 'una enfermedad jodida' como comentaban los médicos. Yo te diría que todas las enfermedades lo son, lo que debes saber es que empiezas un proceso donde lo que tengas en la cabeza va a ser lo más importante. El reto es abrumador, lo sé de primera mano, lo sé porque ha tocado en mi familia y pienso a diario en ello. Y no lo he llevado nada bien todo este tiempo. No puedo darte lecciones ni consejos.

Me gustaría desearte suerte, pero no creo en la suerte tampoco. Lo que te deseo es cordura y tesón, que toleres bien tu tratamiento y que sea efectivo, que te tropieces con médicos que sepan ver en ti a un humano. Que en tus paseos, cabizbajo por el pasillo, vengan a la mente todos los buenos momentos y te ayuden a encontrar el ánimo. Que saques lo que llevas dentro; quizás otro médico pueda sentarse a hablar contigo, todas estas distancias generan ansiedad y miedo.

Con memoria de elefante, espero guardarme tu recuerdo. No es por tu diagnóstico, he dado diagnósticos peores que el tuyo, es la impresión que me has causado y la claridad de ese telón de acero entre el paciente y el médico que he visto hacer contigo. Las cosas no son tan sencillas como decir; 'la vida es una lucha constante, lo suyo tiene remedio y lo único por lo que hay que llorar es por lo que no tiene remedio alguno'. Muy pragmático. Quisiera ver cómo lo llevaríamos nosotros.

El martes habrá muchos pensamientos dirigiéndose hacia el tuyo. Te han pautado medicación para que vayas tranquilo, no creo que sea suficiente con eso.

En la planta te vamos a echar de menos.


miércoles, 3 de julio de 2013

Libros viejos.



No soy geriatra, pero eso poco importa. En una sociedad tan envejecida como esta, todos trataremos a muchos ancianos y seguiremos viendo la soledad y el abandono en ellos. El miedo a la muerte, el aislamiento, ese sentimiento de 'no servir para nada' que expresan muchos. 

-¿Qué le duele, José?
-Doctora... todo. Mire qué piernas, mire qué bracitos, míreme todo arrugado. 

Como libros viejos olvidados en la repisa de alguna librería ya cerrada, libros con tapas gastadas llenas de polvo y de arena. No les hacemos mucho caso porque dice la leyenda popular que exageran y que sólo vienen a contarnos batallitas de la mili y de los bailes, y de la guerra.

Quieren hablar porque ya nadie les escucha. Solos o acompañados de sus familias, al fin y al cabo han dejado de hacer muchas de las cosas que habían marcado su vida y se sienten relegados a un segundo plano, más bien decorativo, donde ya no entienden ni opinan. 

El tiempo se nos escapa a la hora de imaginarnos mentalmente cómo serán las cosas, o como fueron; que hace tres mil billones de años éramos una especie de sopa primordial no nos da todo el vértigo que debería, pero tampoco llegamos a creernos que dentro de unas décadas vayamos a ser viejos.

Los viejos, los que ya no sirven, los que acuden a un servicio de urgencias por insuficiencia cardíaca o por angor. Los que oyen mal y ven poco. Esos señores y señoras viejecitos que se sientan a esperar mirando hacia todos lados y que tanto nos molestan porque 'bah, son viejos' y porque queremos salvar vidas y la suya raya el final de todos modos.

Muchos parecen esculpidos en madera, en piedra, en arcilla, en yeso. Sus arrugas son las vetas de una vida entera. Y para mí tienen un encanto peculiar; porque muchos ancianos son dignos de mirar a fondo, sus manos se han moldeado como si hubiesen calcado cada movimiento en el material del que están hechos. Porque un señor de boina siempre será elegante (la mayoría de los viejecitos vienen muy elegantes al médico) y porque las señoras vestidas de colores o de luto riguroso son dignas de plasmar en un lienzo.




En uno de los despachillos de mi hospital, en el servicio de urgencias, hay un cuadro firmado por un médico; el viejito con EPOC, enfisematoso y cargando con el oxígeno domiciliario, de la mano de una señora oronda en ropa negra y pañoleta, con zapatillas rojas. 
Siempre que entro a validar un informe me roba una sonrisa.

Y los ancianos, generalmente encantadores en consulta y diría yo que los pacientes más agradecidos tanto en urgencias como en mi planta, siguen viéndose como una peste cuando no lo son en realidad.
En un servicio de Medicina Interna una gran mayoría de los enfermos son ancianos y siempre me gusta ir a historiar a alguno, por más que mi adjunto arrugue el ceño si tardo demasiado. Quieren conversar y yo quiero conversar con ellos. Nunca había pensado en la Gerontopsiquiatría pero a lo mejor sería un buen campo.