martes, 10 de septiembre de 2013

Medicina Interna (Rotatorio 1.)

Fulcrum, de Richard Serra.

Porque al final de estos tres meses y medio de laberinto, incluso llegué a manejarme quasi-sola a cargo de diez enfermos. Y en días así, me parecía que se abría una luz entre tinieblas, porque de verdad que me he visto muy perdida.

Tengo que reconocer que a pesar de intentar con todas mis fuerzas interesarme de veras por el mundo de los internistas, el trabajo me aburría y siempre terminaba leyendo el libro de Psicopatología en vez de repasar la fibrilación auricular o la hiponatremia. No soy una persona demasiado práctica, y rápidamente divago y me pongo a especular, es por eso que la Psiquiatría me viene más a medida. No consigo mantener la atención después de diez casos de EPOC agudizado, pero podría pasarme un día entero hablando con un paciente psicótico, porque aunque me agote... me fascina entender su mundo e intentar resolver cómo funciona el cerebro.

Medicina Interna, me has hecho sentir como un elefante en una cacharrería. No sabía ni por dónde empezar a estudiar, en qué fijarme, cómo organizar el día a día... porque Medicina Interna es todo, y es un amalgama de medicina que no se aprende en el Harrison ni en la universidad. Cuando piensas que por fin has repasado bien los electros y encuentras todos los bloqueos, un paciente tiene proteinuria y ya ni te acuerdas del síndrome nefrótico.

Lo mejor: los internistas tienen el privilegio de poder decir que a pesar de la subespecialización reinante en nuestro siglo, siguen siendo esos médicos globales que lo mismo tratan el fallo cardíaco que un Lupus. Nunca dejan de estudiar, y siempre me he fijado en que el perfil de internista es un tipo que disfruta muchísimo con los retos; en las sesiones de mi hospital se notaba el entusiasmo con los casos raros, las enfermedades autoinmunes, los diagnósticos engañosos...
Yo eso lo comparto, pero no podía dejar de pensar en que lo que un internista conoce y trata del enfermo es su edema por insuficiencia cardíaca o su fiebre por diverticulitis, o su expectoración por neumonía. Conocer al enfermo en sus particularidades como persona me fascina mucho más.

Lo peor: la rutina. Es una paradoja pero a pesar de ser una de las especialidades más amplias, los casos se repiten ad absurdum (abuelitos con angina, marcapasos por bloqueo AV de tercer grado, EPOC agudizado, fallo cardíaco, síncope, fibrilación auricular, neumonía, ACV...) incluso en hospitales como el mío, con seis plantas de Medicina Interna y absorbiendo gran parte de las patologías que en otros sitios ingresan en Cardiología, Neumología, et cetera.


En este tiempo cambié de adjunto cuatro veces, lo cual puso las cosas patas arriba frecuentemente. Mi primer adjunto es un tipo comprometido con la docencia, si bien su visión es bastante clásica y el residente no se diferencia casi nada de un estudiante de Medicina: jamás nos dejaba pasar tratamientos o ver solos a los pacientes, no cubríamos prácticamente ni volantes de analíticas. Le daba mucha importancia a que estudiásemos en Uptodate o en manuales los temas que iban saliendo, que repasásemos ECG y radiografía de tórax y que nos encargásemos casi exclusivamente de escribir los evolutivos de los pacientes y de revisar sus historias clínicas antiguas (incluso si se operó de apendicitis hace 60 años o revisar todo el seguimiento de una anemia que tuvo, consulta a consulta y viendo todas las analíticas con cuidado.)

Este adjunto se fue de vacaciones y me dejó de mano de otro adjunto bastante excéntrico. Al principio me dio incluso miedo, estaba siempre en el despacho de al lado y le veíamos entrar y salir en caos absoluto, dando voces, diciendo tonterías varias y riéndose a lo loco...
Sin embargo, fueron las mejores 3 semanas del rotario, aunque mi gusto por los personajes excéntricos tuvo su rol. Me daba toda la independencia del mundo, salía de guardia y me dejaba un bloc de notas con la guía general de lo que tenía que hacer con cada enfermo. Le daba vida al día a día rutinario con momentos espontáneos como invitarnos a chocolate con churros para empezar un día pesado o ponerse a bailar en el despacho, o discutir 'La historia de la filosofía occidental' de Bertrand Russell en un descanso. Me encargó también de repasar varios temas y de preparar una sesión sobre el insomnio con los que aprendí mucho. Claro que muchos días acabábamos a las cinco.

Mi tercera adjunta fue algo breve, unos días mientras los anteriores no estaban. Fueron días de millones de ingresos, no conocía a ningún enfermo, tomaba notas desesperadas y pasaba visita sin enterarme de nada. Nos daba total libertad para cambiar tratamientos, podíamos pasar visita solos...

Y mi cuarta adjunta es una chica que tiene niños pequeños y está un poco quemada de su trabajo, cuando sale de guardia (y hace muchas guardias) se va a casa, a veces se olvida de comentarme qué debo hacer con cada enfermo. Tiene momentos áridos donde se cabrea bastante si no te sabes algo, o te hace sentir como si fueras retrasado, pero en general me da también mucha libertad en el trabajo y me explica cualquier cosa que necesito.

Mañana es mi último día de internista, reconozco que he mejorado bastante en exploración física y lectura de pruebas complementarias, sé hacer una historia clínica decente, he ganado en comunicación con paciente y familiares, en trabajo en equipo... en tanto. Pero aún así siento que no he conseguido el reto de estudiar todo lo que había planeado, que no sé nada, que me pierdo. Que un internista me da mil vueltas y que cuando sea psiquiatra no tendré ni idea de muchas cosas básicas.

Llegan las vacaciones y a la vuelta, un rotatorio de un mes en Neurorradiología y Neurofisiología. Creo que va a ser como estar en otro planeta.

Como se leía en la puerta de Nicolás: 'A repensar el pensamiento, a desaprender lo aprendido, y a dudar de nuestras propias dudas pues esta es la manera de empezar a creer en algo.'

-Antonio Machado.





domingo, 1 de septiembre de 2013

Morfiy



 
 
Casi es la hora de la cena, pero hay una paciente sentada en la camilla todavía. 12h en el servicio de urgencias. Quiero irme a casa. Pero esta mujer -no sé- hace que me olvide de descansar. Una mezcla de compasión y entereza.
 
Saludo y le digo que estaré con ella en cinco minutos, que tengo a dos pacientes esperando por su informe de alta y que me llaman por megafonía, pero que voy a ser rápida.
Mi paciente es el miedo, la negación, la esperanza escondida bajo capas de certeza, la soledad, la indiferencia, toda la vida.
 
Estoy de vuelta y leo su historial; en mayo le detectaron un tumor metastásico, un tumor anaplásico extendido por gran parte del cuerpo. Tiene 60 años y una hija que espera sentada al otro lado del biombo. La caquexia es tal que nunca en mi vida he hecho una palpación abdominal que me pusiera el vello tan de punta. Tiene el pelo corto, más práctico para las múltiples sesiones de quimioterapia, esas que parecían estar reduciendo el tamaño de sus masas cancerosas hasta que todo cayó en picado hace quince días.
 
Me dice: -'tengo cáncer'.
Ojos grandes y marrones. -'Porque tengo cáncer, ya sabe.'
Le digo que conozco su historial, que no se preocupe, que ahora vamos a ver qué le ocurre. Y la exploro, tomamos las constantes, me cuenta al detalle qué es lo que siente.
 
De repente, mientras escribo su informe, brota el dolor como si le rasgasen las entrañas con un bisel. Se retuerce de un lado a otro en aquella camilla vieja. Subimos y bajamos la cabecera para que encuentre una postura antiálgica, le traigo unas sábanas plegadas y las colocamos como almohada. Pauto calmantes intravenosos, sé que necesitará más, pero una especie de fé ciega me dice que no quiero poner morfina. Que no va a ser necesaria la morfina. Todavía.
Quiero respetar su decisión de no ponérsela. Una idiotez con mal criterio médico, pero que yo vivía como necesaria.
 
Había leído en su historia clínica que hace dos días la dieron de alta en una planta de Medicina Interna en la que ingresó por invasión tumoral de la vía biliar y dolor abdominal producido por sus múltiples masas. La instruyeron para pincharse cloruro mórfico en casa, ya que el dolor no remitía con nada y era ya continuo, pero me confiesa que no se ha inyectado morfina y que no piensa inyectársela.
 
'Me suena demasiado fuerte, me niego a llegar a este punto, doctora.'
 
Asiento. Le digo que lo comprendo y que luego hablaremos sobre ese tema.
El dolor se calma un poco, bromeamos sobre cualquier cosa, pero vuelve como una tormenta. Y no tengo más remedio que pautar morfina.
 
Mientras la calma entra en sus venas, salgo a hablar con su hija.
 
 
 
Con la entereza que precede a las grandes debacles, me cuenta la historia de mi paciente con calma y sin trabas. -'Me preocupa más el que haya dejado de comer que el resto de las cosas... nos han dado yogures bebibles, pero la oncóloga me dice que la comida simplemente no le pasa.'
Hablamos sobre las inyecciones de morfina, me dice que ella podría pinchárselas a su madre sin problema, pero que también se niega. Que es muy cabezota.
Le comento que creo que sería mejor que un médico o un enfermero se encargara de esa tarea con atención domiciliaria, y que voy a informarme de las opciones que se ofrezcan.
 
Le explico también que voy a pedirle una radiografía de abdomen y unos análisis de sangre y de orina, para descartar una obstrucción intestinal o una infección; si hubiese alguna patología de estas, las trataríamos de forma específica, si no hubiese nada pautaríamos analgesia. No entro en detalles. Creo que serían pura redundancia.
 
La paciente ha dicho explícitamente que no quiere saber nada más sobre su enfermedad, con lo cual es claro que conoce bien lo que pasa, y se niega a leer los informes médicos.
Me parece muy respetable, no le menciono nada, simplemente le hablo del alivio de la morfina y del hecho de que a pesar de los estigmas, es simplemente una medicación para los dolores fuertes.
Que voy a pautársela a muchos pacientes, con y sin enfermedades como la suya, y que debería ser pragmática e imaginar la gran ventaja de una vida sin dolor.
Charlamos sobre el tema, accede totalmente a tratarse con morfina si un sanitario se la inyecta.
 
Pero entonces llega mi médica adjunta y al leer mi preinforme de urgencias, le grita a la paciente, achacándole no haber cumplido con la analgesia que se le pautó para casa. '¡Usted quiere vivir de espaldas a la realidad de su enfermedad, en su mundo imaginario, quiere rebelarse contra todo!'
Mi paciente se pone tan nerviosa que empieza a preguntar si los síntomas abdominales son causados por su tumor, a lo que mi adjunta responde que eso se lo pregunte a su oncólogo o a los internistas que la ingresaron.
 
Una vez más, el paciente oncológico es una pelota que rebota de servicio en servicio sin que nadie hable claro. La enfermedad del miedo y del silencio.
 
'¿Por qué no quiere pincharse la morfina, reina? ¡tiene que pincharse la morfina y punto! ¡ay, por favor, es que es usted una inconsciente! ¿qué espera que hagamos ahora con gente como usted en un servicio de urgencias?'
 
Y se va.
 
Mi paciente llora en la camilla. Su hija y yo la acompañamos a la sala de observación y grita que no quiere que la atienda esa doctora. Se calma cuando le explico que no debería hacerle caso, que esa doctora es así con todo el mundo, y que si yo -que voy a estar bajo su supervisión hasta las 5 de la mañana- no voy a hacerle caso, ella tampoco debería enfadarse por eso.
Se ríe, me comenta lo aliviada que está, ya no hay dolor y descansa. Dejo cloruro mórfico pautado para toda la noche, va a quedar en observación para que valoren el ingreso.
 
Su hija y ella se emocionan contando lo bien que las han tratado en mi hospital desde que comenzó toda esta pesadilla, lo dicen con el tinte de resignación de quien ha sufrido tanto que encuentra alivio en toda pequeña cosa. Un leitmotiv más que juicioso, pero que en este caso es un grito de resignación en mis oídos.
 
Y lo que parece un halago, suena como un cuchillo.
-'Todo el mundo se queja del sistema sanitario, nosotras queremos escribir una carta de agradecimiento, de verdad que nos han tratado siempre de lujo. Todo el personal, son vocacionales y han sido increíbles con nosotras todo este tiempo.'
 
Acaban de gritarles y de desaparecer, nadie ha podido hacer nada para frenar la evolución de este cáncer que probablemente se lleve a la madre antes del día de la boda de la hija -a penas faltan unas semanas-. Ni siquiera se han hecho cargo de proporcionarles una asistencia domiciliaria. E intuyo que nadie -ni siquiera sus oncólogos- se ha tomado la molestia de saber qué le está pasando por la cabeza.
 
Y al rato, salen los resultados de las pruebas y no hay infección ni obstrucción intestinal. Salgo al pasillo para comunicárselo a su hija, pero me encuentro a mi adjunta en tono paternalista hablando con ella.
-'Su madre debería leer los informes del último TAC, ¡no puede vivir de espaldas a la realidad, tienen que ir enseñándoselos poco a poco!'
Yo me pregunto dónde esta la autonomía del paciente en todo esto...
 
Cuando le comenta lo duro que es ver que ya ni siquiera se alimenta, mi adjunta le dice: -'¡es que ya no va a comer y punto, asúmalo reina, a su madre le queda ya poquito tiempo de vida!'
Después le comenta al detalle el informe del último TAC, explicándole qué significa la progresión de estas o aquellas adenopatías, cómo las metástasis en la vía biliar le causan orinas oscuras, cómo el páncreas está invadido también.
Y no se puede hacer nada.
 
Yo escucho perpleja al otro lado del pasillo, para que no me vea, finjo buscar historias clínicas en las estanterías.
 
 
Al final de la charla, le ofrece a la hija de mi paciente ingresar en el programa de hospitalización a domicilio. Se muestra entonces casi tierna, se ofrece a hacerle pronto el informe, y se va.
 
Y yo me acerco y le digo que justo iba a comentarle algo sobre la paciente, pero no me deja hablar, me ordena que escriba una hoja de tratamiento con todos los fármacos que toma y la posología exacta porque va a quedarse en observación esta noche y es mi responsabilidad que se pauten bien las cosas. Contrasto entonces las medicaciones en la lista de prescripción electrónica con la propia paciente y con su hija -que se sabe de memoria todas y cada una de las pastillas-.
 
Y le  digo a la hija que podemos hablar si quiere, pero me contesta que la otra doctora ya le ha explicado todo bien y al detalle y que prefiere no hablar más esta noche. Me voy, y me duele.
 
Vuelve mi adjunta a la voz de '¡Y ahora usted tiene que pincharse también insulina, le voy a enseñar a hacerlo, tiene las glucemias muy altas!'.
Mi paciente me comenta cabizbaja que ahora al parecer también es diabética, así que le explico que todas las personas que toman corticoides a altas dosis tienen ese problema y que se controla bien. 
 
De veras que no entiendo el criterio que hace que se explique al dedillo un TAC catastrófico, sin pararse para nada en aliviar con pequeñas explicaciones como esta el sufrimiento de una persona.
 
Supongo que llegaremos, inevitablemente, a los diagnósticos puramente científicos -comunicados incluso por teléfono- y a las estadísticas de supervivencia, ya que tanto admiramos la excelencia médica de países como Estados Unidos.
 
Durante la noche paso a ver a Ana varias veces y está dormida. Parece muy pequeña, diminuta. No la conozco pero tengo miedo de que se vaya, así que puedo imaginarme qué sentirá su hija.
 
Leo la modificación del informe de urgencias que había hecho hace horas. Han añadido cosas en la sección de diagnósticos: 'Paciente que se niega rotundamente a aceptar la realidad de su enfermedad, negativa absoluta a la adherencia terapéutica, mal control del dolor.'
 
Y el papel en el que se recalca: 'metastásico', 'invasión', 'progresión tumoral', 'cloruro mórfico', 'paliativo', 'estadío IV'.
 
De camino a casa escucho 'Perfect day' de Lou Reed y caen las lágrimas.
Recuerdo que he visto 'Morfiy' de Aleksei Balabanov esta semana; basada en la historia autobiográfica de Mikhail Bulgakov sobre su adicción a la morfina cuando ejercía como médico en las provincias rusas.
La morfina, todas las connotaciones de una de las medicinas más temidas. El miedo, el fin, el estigma, la adicción, el dolor incoercible, cuando ya no se puede hacer nada. Vidas que terminan ayudadas o de mano de la morfina.
 
No quería mentir a mi paciente, sólo quería ayudar, sólo quería hacer las cosas más llevaderas. Añadir dolor y miedo no sirve de nada.
 
Espero que la Psiquiatría me permita ser humana, no soporto esta medicina.
 
Aunque al comentarle el caso a otra adjunta, se le empañaban los ojos, y supe que siempre habrá alguien que aún siente algo por las personas.